LA CENSURA QUE NO CESA
Todo el
mundo sabe ya lo que ha sucedido recientemente: la Warner, actual propietaria
de los derechos, ha decidido retirar la película Lo que el viento se llevó de la plataforma digital en que se
encontraba disponible, la HBO, por una serie de consideraciones sobre el
racismo. De esa manera, el que presume de ser el país más liberal del mundo, en
el que más se respeta y mantiene como principio inviolable, marcado en su
Constitución, el derecho a la libertad de expresión, aplica una vez más la
férrea censura que está dando al traste con el respetado derecho y con las
sanas costumbres que de él se derivan.
Lo
sorprendente, desde mi punto de vista, es que eso sucede porque alguien ha
emitido una opinión en tal sentido. No se han querido valorar otras opiniones
diferentes, no se ha abierto un debate, no ha habido opción a que, como en los
juicios, pudiera opinar la otra parte. La sentencia ha sido firme e inmediata,
sin otras opciones. En este caso, el acusado no ha tenido la posibilidad de que
alguien pudiera salir en su defensa. Acusación, condena y ejecución, todo en
una pieza y de inmediato.
Ahora
vamos a la segunda parte. ¿Quién es el promotor de semejante barbaridad? Si
estuviéramos en España, habría que buscarlo de inmediato entre las fuerzas
reaccionarias e integristas que el ánimo carpetovetónico vigente en sectores
bien conocidos de nuestro país tiene siempre dispuesto para salir a la palestra
con un disparate tras otro. No parece este es el caso.
El
origen del problema se encuentra en un artículo aparecido en el periódico Los Ángeles Times, firmado por John
Ridley, en el que arremete contra la histórica película por ser, según él,
“racista y presentar de manera positiva la esclavitud”. John Ridley es dramaturgo
y novelista, con algunas incursiones en el mundo del cine; la más notable es la
de ser el guionista de 12 años de
esclavitud (Steve McQueen, 2013), por la que ganó el Óscar de ese año. Es
decir, es miembro del gremio de escritores y por ello debería tener asumido un
respeto absoluto a los demás colegas que se dedican a escribir, digan lo que
digan, y por supuesto también, a todas las películas existentes, cualquiera que
sea su contenido o tendencia.
John
Ridley se ha convertido en un eficaz miembro del aparato de censura que intenta
coartar, aquí y allí, antes y después, el derecho de todo ser humano a
expresarse libremente, decir lo que piensa y escribirlo o rodarlo o grabarlo,
si así le viene bien. Que un escritor busque artimañas repugnantes para
denigrar a sus colegas califica sobradamente a semejante individuo.
Todo
ello, además, sin necesidad de exponer aquí los muchos méritos y valores,
éticos, estéticos y cinematográficos que ofrecen los 238 minutos de Lo que el viento se llevó y que ahora,
por esta injusta arremetida, se convierte aún más en objeto de culto para cualquier
aficionado al cine. Habrá que verla otra vez, cuanto antes.
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