FAMA A TÍTULO PÓSTUMO
Hay una cosa que no entiendo ni he
podido entender nunca. Muere un ciudadano cualquiera, una persona hasta ese
momento anónima, que no ha hecho nada especial por su pueblo ni ha destacado
por motivo alguno hasta que alcanza notoriedad justamente en el momento final
de su vida. Puede caerse de un andamio, ser embestido por un toro que está de
fiesta en las calles del lugar, o sufre un accidente y su coche se estampa
contra un árbol o cae por un barranco o se ve envuelto en un crimen; puede que
le maten a tiros o navajazos o puede que
él mismo sea quien mata a otra persona, por ejemplo, a su madre y a
continuación se pega un tiro, con lo que ya son dos los muertos.
Entonces, en cualquiera de esos
casos (y en otros muchos similares, claro; he elegido solo unos pocos ejemplos
dentro de un repertorio muy variado) en el pueblo se rasgan las vestiduras,
lloran y convocan minutos de silencio, ponen las banderas a media asta,
suspendes las fiestas, si las hubiera en esos momentos.
Si el muerto o los muertos encontraran
su momento final en la cama, no se producirían esos aspavientos colectivos.
Aunque el fallecido fuese el sujeto más ilustre del pueblo, excelente vecino,
persona destacada en el ámbito de las letras o de la economía, todo se
reduciría a la rutinaria visita al tanatorio para dar el pésame a la familia.
Pero si la muerte llega envuelta en violencia entonces se produce el clamor
colectivo y el sujeto anónimo, de vida anodina, se ve convertido durante unas
horas en el héroe del lugar. Qué cosas pasan en este mundo nuestro. Muere a
tiros o despeñándote por un barranco o que te atraquen cualquier noche en la
puerta de tu casa para ser famoso.
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