NO BRILLA EL SOL, SINO LA LLUVIA




            Tres jueves hay en el año que brillan (o deslumbran) más que el sol. Hasta que llega el día en que uno de esos tres jueves dimite de su obligación luminosa y deja caer sobre la ciudadanía una espesa capa nubosa y oscura, de la que, como propina añadida, se desprende un suave a la vez que persistente cortina lluviosa.
            Y de esa forma tan sencilla, a la vez que natural, la Plaza Mayor de Cuenca, que debería ser esa tarde de jueves santo un hervidero de emociones, músicas, colores, túnicas, banzos y capirotes, Cristos, santos y vírgenes, se transforma en algo mucho más prosaico: un mar de paraguas, bajo los que un pequeño ejército de desconcertados turistas camina de acá para allá sin saber qué hacer. Porque en Cuenca, esta tarde, sin museos, sin terrazas, sin propuestas a donde ir, el personas se sumerge en el desconcierto. Hasta que una voz dice, sorprendida: “Han abierto la iglesia”.
            La iglesia es la catedral. Y hacia allá caminan los desamparados turistas, en busca de cobijo y de entretenimiento.



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