OTRO QUE SE VA, EL CHOCO



      Los seres humanos, seguramente, tenemos una tendencia natural a esperar (y desear) que todo lo que nos rodea tenga una permanencia absoluta: una pareja para toda la vida, un trabajo que dure siempre, una salud constantemente de hierro, las mismas tiendas, los mismos bares alrededor. Las novedades, los imprevistos, son simpáticos, pero no siempre vienen bien, no siempre llueve a gusto de todos.
      Este fin de semana y después de 67 años de apertura al público, ha cerrado uno de los bares más emblemáticos de Cuenca, El Choco, situado en la calle Hermanos Valdés, frente a la parte trasera del edificio del gobierno civil. Abierto por Luis Gallego en 1952, en un local situado en la misma calle pero más cerca de la del Cardenal Albornoz, que fue preciso abandonar en 1982 cuando el edificio fue derribado para construir en su lugar otro diferente. Entonces, Luis aseguraba que, en cuanto estuviera en pie, volverían a ese mismo sitio, pero la realidad es que mientras duró la obra tanto él y sus hijos como los clientes se acostumbraron a la nueva ubicación y ya no quisieron regresar a la anterior.
      El Choco abrió sus puertas para especializarse en marisco. El fundador implicó en la actividad a sus siete hijos y su propia mujer, ofreciendo desde el comienzo algunas singularidades. Por ejemplo, un madridismo a ultranza, que decora las paredes del local con fotos, carteles, banderines y emblemas del club blanco. O la costumbre, siempre firme, de cerrar en el mes de mayo para poderse ir todos a la feria de San Isidro. O la de contestar siempre, a la pregunta ritual sobre la cuenta, pidiendo el doble del precio real, lo que ocasionaba más de un susto a los nuevos clientes desconocedores de semejante costumbre.
      El marisco, sin duda el mejor ofrecido en ningún bar de Cuenca y a un precio siempre increíblemente barato, lo compraban ellos mismos yendo personalmente de madrugada al mercado madrileño. Gambas a la plancha y al ajillo, navajas, berberechos, nécoras, percebes, cigalas, langostas, zamburiñas y todo el variopinto mundo de moluscos y crustáceos estaban siempre disponibles, fresquísimos y preparados con un rigor que parecía tener algo de magia en las manos de quienes, en la trastienda de la cocina, preparaban tan ricos manjares, mientras tras la barra, Luis y sus hijos atendían con prontitud, eficacia y amabilidad incontestables.
        Los hijos fueron abandonando el local uno tras otro para seguir sus propios caminos. Al final han llegado el mayor, Reyes y otro de ellos, Baltasar, junto con sus mujeres, Dori y Jose, que son los encargados de poner el cierre y liquidar, por jubilación, dicen, pero también con el cansancio derivado de tan larga andadura. Se ha ido El Choco y ahora todos, incluso los que no somos muy bebedores ni mariscadores, tenemos que buscar otro sitio al que poder ir en busca de lo que sea, sabiendo que nunca podremos encontrar el ambiente perdido.


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