UN MOMENTO PLACENTERO CON JOSÉ LUIS JOVER



            Hay ocasiones singulares, de las que se presentan una sola vez, no diré en la vida, pero sí durante un cierto espacio de tiempo, momentos irrepetibles que no tienen nada que ver con la barahúnda de temas varios e insustanciales agitados en los medios, singularmente en ese mecanismo perverso al que un depravado usuario del idioma bautizó en algún momento como “redes sociales” cuando de socialización compartida no tiene nada ese griterío amorfo que nos machaca de manera constante.
            Hay ocasiones, digo, en que todo ese sonido informe queda como suspendido en el aire y en su lugar se abre un remanso en el que surge un espacio placentero, donde apenas si de forma pasajera cruza en algún momento un leve conato de agitada emoción. Hace unos días José Luis Jover tuvo la saludable idea de abandonar su retiro valenciano para retornar, al menos por unas horas, al que fue durante un buen tiempo cobijo personal, quizá un tanto incómodo en ocasiones, pero cobijo al fin y al cabo. Cuenca se llama el sitio en cuestión y al amparo de la cita, más atractiva aún por lo infrecuente, acudimos no se si decir en tropel pero desde luego en aceptable número de personas para quienes la combinación, al unísono, de Jover y Perico Simón resultaba un ocasión estimulante.
            Y nadie quedó defraudado. El salón de actos de la Real Academia abrió sus puerta en un día no habitual (ya saben: las sesiones de los martes) y allí estaba José Luis Jover leyendo varios de los textos que integran Emparejamientos, un libro-estuche, o libro-objeto, o libro de arte, formado por once collages, esa singular forma artística a la que el autor se viene dedicando durante los últimos años, y otros tantos relatos, recibidos por la audiencia como agua de mayo, porque en ese tiempo Jover ha estado en silencio literario y esa es una imperdonable falta de consideración. Probablemente, un escritor nunca se olvida del arte de escribir, como dicen que sucede con los ejercicios de nadar o ir en bicicleta. Desde luego, José Luis Jover no solo no lo ha olvidado, sino que reaparece ahora fresco como una rosa, la pluma diestra, el tono preciso, entre irónico y desenfado, la imaginación a punto, la escritura diáfana, acogedora y la voz del autor, leyendo sus propios texto, envolvente, para que todos quedáramos sobrecogidos y atrapados en ese tupido engranaje que formaron las palabras y las imágenes.
            Con lo que, y vuelvo al inicio, uno sale reconfortado, sabiendo que no todo es basura e inanidad.

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